Lo que permanece

Construir — en ocasiones muros y techumbres, en otras dispositivos, máquinas y procesos que nos ayudan a instalarnos en el mundo; y en otras tantas, quizá las más abstractas, narrativas que nos conectan entre nosotros, con nuestro entorno, y con nosotros mismos. La labor de materializar aquello que es intangible no se logra de manera sencilla. Comenzar con un pedazo de tierra y transformarlo en un lugar es algo que parte desde un enamoramiento de lo potencial y que a través de técnica, tecnologías, conocimiento específico y práctico y, sobretodo, mucha colaboración materializa aquello sobre lo que el alma se deposita y se ancla en algo que está al alcance de nuestros sentidos. Algo que nos toca al tiempo que lo tocamos, transformando en ese proceso nuestras propias percepciones y filosofías. Ladrillos, metales, maderas y hasta la tierra misma son conjuntadas y entrelazadas en elementos complejos cuyo valor a través de este proceso se vuelve infinito porque representan una expresión de quienes somos como seres humanos; aquello que nos importa y que trasciende las fronteras de nuestra individualidad para convertirse en el espacio que compartiremos con quienes nos son cercanos, confiriéndonos valor también a nosotros mismos.

Es algo sumamente humano depositar una parte de nuestro espíritu en la materia: entender que las cosas tienen un peso espiritual, emocional y personal con el cual nos vinculamos irremediablemente.

Construir pues, no es la mera concreción de un edificio. Es hurgar en la entraña de la tierra para cimentarse, levantarse hacia el cielo a través de muros y columnas, cobijarse de las inclemencias del clima con cubiertas, sembrar los sistemas e ingenierías que a la postre volverán nuestra vida más sencilla, más completa, más placentera, determinar cómo nos separamos del exterior, o cómo nos unimos a él; el ritmo y método en que esa atmósfera respira y exhala. Es suavizar y enriquecer con maderas, piedras y colores, la manera en la que nos instalamos en el mundo.

Construir es arduo. Es un parto paulatino donde se mezclan la razón y la emoción. Es invertir en aquello que queremos que perdure.

Y es especialmente arduo y catártico como arquitectos e ingenieros porque a través de este proceso depositamos también una parte de nosotros ahí. Nos convertimos en el gestor, promotor, director y responsable de que las cosas sucedan. Pero quizá más importantemente nos convertimos en el primer habitante de esa arquitectura. Uno que presta atención a los detalles, los desperfectos, las pequeñas grandes cosas al tiempo que coordinamos la acción conjunta de decenas de albañiles, artesanos, profesionistas y expertos en una diversidad de materias sin los cuales nuestra labor no sería posible. Y somos además de todo un habitante efímero que no está destinado a quedarse y que conforme el proceso alcanza su fin debe soltar y dejar ir ese lugar que ha tomado su forma a lo largo de los años, para otorgarlo a su habitante verdadero.

Entonces, nuestra labor como constructores coquetea, seduce y persigue aquello que escogemos que permanezca. Ya sea que lo veamos como un nido, un templo, la cueva en su versión más contemporánea, o el hogar como esa extensión de nosotros mismos.