Kalkuya
El mar es algo antiguo, inmemorable. Bestia inmensa e inacabable de hambre voraz que todo reclama para sí misma, sin una voluntad realmente propia, exhalando en ese reclamo vida interminable. Una magia insondable capaz de capturarnos y de engullir no solo al sol, a la luna y a los astros, sino al tiempo y al espacio.
De ese mar reconocemos dos puntos álgidos: por un lado las olas - enmarañadas siempre cambiantes, a veces dóciles y gentiles invitando a bañarse en ellas y a dejar el mundo atrás, otras tantas enfurecidas y poderosas que nos recuerdan nuestra propia fragilidad frente a la inmensidad de nuestro mundo. El otro punto sobre el que invariablemente reposa nuestra mirada es el horizonte - inamovible, permanente, opuesto a las olas en su aparente tranquilidad, una línea perfecta sin principio ni fin, un límite que nunca podremos alcanzar y frente al cual el propio sol sucumbe. Olas y horizonte.
Si bien imitar las olas con cualquier artilugio humano es una tarea inútil porque su cambiante aleatoriedad y profundo estruendo es algo de lo que sólo la naturaleza es capaz, trasladar el horizonte a nuestro concepto humano de él, tal vez no sea una tarea tan imposible.
Memoria y horizontalidad: dos grandes excusas para detonar la arquitectura.
La primera es inescapable desde el reino de la creatividad, o por lo menos nunca es conveniente olvidarla. La memoria es ese esfuerzo la mayoría de las veces consciente, en el que entendemos el mundo que precedió al momento en el cual actuamos. Una suerte de maestra de las lecciones aprendidas. Memoria y arquitectura están entrelazadas y se alimentan la una a la otra.
Cuando uno llega a estos confines del mundo, la costa del sur del pacífico mexicano, se encuentra frente a kilómetros interminables de mar donde sólo queda ver hacia adelante, hacia ese horizonte, y recordar lo que existe detrás, tierra adentro.
Aquí en este sitio, la memoria de un cúmulo de expresiones culturales antiquísimas resulta relevante porque al hacer arquitectura la ancla a una raíz poderosa, profunda y plural, contra la homogeneidad del horizonte, volviendo a la arquitectura una manifestación del terreno, como los propios seres humanos que en él habitan y toda la cultura que en ese acto crean.
Dentro de estas expresiones, hay una que es sencilla, una que se adapta a una infinidad de propósitos desde la labranza de ornatos en piedra hasta la trama para textiles tradicionales: la greca. Un patrón recurrente de geometrías escalonadas que se reproduce a veces como un mero divertimento para darle sentido a una cuadrícula.
En este páramo llano y de grandes proporciones, con el horizonte marino como único testigo y destino, la greca resulta un gran pretexto para irse aproximando poco a poco a esa inmensidad, desdoblando la horizontalidad en múltiples caras que emanan - o vuelven - hacia un espacio central: un refugio para congregarse y compartir entre seres humanos con el propósito de disfrutar la vida. Aquella que sucede en ese límite siempre cambiante entre tierra y mar.
Con una gran palapa completamente abierta e irrestricta, perseguimos volver a la realidad evidente tangible y presente, para de aquí desdoblar como extremidades una serie de cuerpos que se organizan como una gran greca sobre el territorio. Habitaciones, salas de baño, cuartos de juego, cocina, cuartos utilitarios y un sinfín de patios resultados del propio escalonamiento, se organizan integrando paisaje y arquitectura en un carácter sumamente experiencial, fluido y contundente a la vez. Un laberinto de arena, vegetación y muros de concreto lleno de pequeños rincones que se vuelven poderosos cuando
uno les presta atención.
Los cuerpos se explayan horizontalmente conformados por los muros de concreto aparentes, cimbrados de manera horizontal para recordar siempre, a partir de esa textura rayada, la propia horizontalidad del mar.
Estos cuerpos terminan de cerrarse por ventanas, puertas y rendijas de madera, que se desplazan a placer del habitante, suavizando las transiciones entre interior y exterior. Palapas coronan los volúmenes manteniendo siempre un carácter que se aleja de las pretensiones del mundo actual para acercarse a la sencillez y riqueza del mundo natural.
Aunque conectados por esa danza laberíntica y rítmica, los cuerpos también se vinculan por lo que sea quizás el elemento más importante del paisaje: la alberca. Materializada también ella en forma de greca que se escalona suavemente hacia el mar, acercándolo a su vez no solo a la pran palapa central sino a las múltiples caras que la greca genera. Y así como la arquitectura se desdobla para multiplicar sus posibilidades frente al mar, también lo hace la alberca fragmentando un solo cuerpo de agua en varios rincones que se interconectan, aproximándose a los cuerpos en contacto con el mar en la siguiente sucesión: habitaciones, bar y cuarto de juegos y finalmente palapa central, en el corazón de esta arquitectura horizontal y experiencial.
Pensada en su concepción más primordial como una casa, la arquitectura aquí busca detonar una experiencia contemporánea y honesta, que enaltece el tiempo y su disfrute como el mayor lujo al que como humanos podemos aspirar. Una arquitectura que da la bienvenida a aquellos ajenos a este universo, sumergiéndolos en él; en esa magia insondable de un horizonte marino que se yergue impávido frente a la memoria de su tierra y de su pueblo.
Kalkuya, una voz resultada del imaginario de una pequeña niña que empieza a descubrir el mundo y sus complejidades, a veces tan simples como una tortuga que entra en las olas para nunca alcanzar el horizonte.
Colaboración narrativa por Rodrigo Carreón U.